Por Ricardo López Göttig
El Mediterráneo, quizás el mar en donde se ha vivido la mayor cantidad de batallas de la historia humana, viene padeciendo el azote de tormentas nacionalistas con afanes de independencia. 2017 fue el año de Cataluña, 2018 puede ser el de Córcega. Todos estos intentos de procesos de emancipación pretenden ser lineales y simples: el pretérito humano no lo es, porque es el resultado de entrecruzamientos, quiebres, desplazamientos, contextos.
En diciembre de 2017, se celebró en la isla de Córcega un plebiscito en el que se consultaba sobre la fusión de los dos departamentos, Haute-Corse y Corse-du-Sud, en una sola colectividad territorial única. El resultado fue positivo y el 2 de enero entró en funciones de la mano de las fuerzas políticas autonomistas e independentistas. Los nacionalistas ganaron en diciembre 41 de las 63 bancas de la Asamblea territorial, y eligieron al líder independentista Jean-Guy Talamoni (partido Corsica Libera) como presidente de esa cámara legislativa, y al autonomista Gilles Simeoni (partido Femu a Corsica) como presidente del Consejo Ejecutivo, órgano en el que los nacionalistas tienen la totalidad de los miembros. En un acto cargado de fuerte simbolismo, prestaron juramento sobre la Constitución corsa de 1755, texto redactado mientras combatían contra la República de Génova.
¿Génova? ¿No es Córcega una región de Francia? Como todo espacio del Mediterráneo, la isla de Córcega fue ocupada sucesivamente por griegos, romanos, vándalos, ostrogodos, bizantinos y lombardos. Fue disputada por Génova y Pisa, luego ocupada por musulmanes. Tras volver al dominio genovés, esta República se lo pasó a mediados del siglo XV al Banco di San Giorgio para su administración, ya que esta casa comercial tenía su propio ejército. Formalmente bajo soberanía genovesa, en la isla brotó el deseo de independencia y se inició una extensa guerra entre 1729 y 1769, circunstancia en la que descolló la gran figura de Pasquale Paoli. Ocupada y anexada por el Reino de Francia en 1769 tras la batalla de Ponte Novu, quedó extendido un ferviente deseo de emancipación que influyó poderosamente en un joven de la aristocracia corsa, Napoleone Buonaparte, quien se enroló en la Academia de Guerra francesa con el ánimo de adquirir los conocimientos militares necesarios para liberar a su ínsula. Lo intentó en la primera etapa de la Revolución Francesa, infructuosamente. Entre 1794 y 1796, Paoli logró el protectorado británico de Córcega. Durante la etapa independiente, se redactó la constitución de 1755 y, años después, se encomendó al filósofo político Jean Jacques Rousseau un nuevo texto.
Durante la segunda guerra mundial, la isla fue invadida por italianos y alemanes, para volver a Francia y, de hecho, ser la primera porción liberada por las fuerzas de la Francia Libre, que lideraba el general Charles de Gaulle.
De cultura y lengua próximas a Italia, Córcega fue sumergida en la cultura y lengua francesas. Uno de los reclamos de los nacionalistas corsos es la co-oficialidad de su lengua. He aquí, pues, uno de los elementos de colisión con el gobierno central de París. Porque uno de los resultados del proceso de centralización que comenzó con la Revolución y se solidificó durante el período imperial de Napoleón Bonaparte fue la expansión de la lengua francesa como unificadora de la nación francesa. En 1789, cuando se desencadenó la Revolución, tan sólo el 6% de la población hablaba francés, que era el idioma del poder. El resto de los súbditos del rey de Francia hablaba en occitano, bretón, alsaciano, vasco, catalán, corso... Demolida la legitimidad monárquica que unificaba a Francia y le daba sentido, se debía constituir a la nación francesa, cuyo vehículo de comunicación debía ser el francés. De allí, entonces, la ironía de que el joven corso independentista Napoleone Buonaparte devino en el general francés Napoleón Bonaparte, uno de los impulsores de la Francia centralista moderna.
Otra demanda de los nacionalistas es la liberación de los "presos políticos", cuestión que de inmediato rechazó el presidente Emmanuel Macron, quien afirma que no existe tal situación en Francia.
La tercera demanda, que también genera rispidez y es de carácter conceptual y con consecuencias en el largo plazo, es la del reconocimiento de la especificidad del "pueblo corso". Una vez más, desde el gobierno central francés se subraya que hay un solo pueblo, el francés.
Sea como fuere, en Francia se debatirá una serie de enmiendas constitucionales durante este año, lo que puede abrir las puertas a la primera y tercera demanda.
En Europa se sigue agitando el nacionalismo como expresión política, en un tiempo marcado por la debilidad de las fronteras. Ya se ha visto cómo el proceso catalán pudo significar un terremoto para la gobernabilidad de España, llegando a cuestionar los cimientos mismos de la legitimidad histórica, política y jurídica de ese Estado. Lo mismo podría acontecer en Francia, un país en el que hay variantes regionales y que se ha construido en torno a un poder centralizador fuerte y con proyección de ultramar.
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