El presidente Donald Trump, en su gira por Medio Oriente, dejó en el olvido sus proclamas antiislámicas y, particularmente, contra Arabia Saudí durante la campaña electoral de 2016. El régimen saudí también lo hizo. Fue más fuerte el compromiso de compra de armamentos por valor de 110.000 millones de dólares en diez años, adquisición que servirá para esta monarquía absoluta del Golfo Pérsico como elemento disuasivo frente a la República Islámica de Irán, un enemigo que tiene en común con el Estado de Israel. Una cifra que supera a la ya considerable de 38.000 millones de dólares de ayuda militar de Estados Unidos al Estado de Israel, rubricado por el entonces presidente Obama en septiembre de 2016.
Tras la primera guerra mundial, en el mundo árabe -hasta entonces mayormente sometido por el moribundo Imperio Otomano- se desarrolló la idea de unificarse en un solo Estado con la monarquía como forma de gobierno. Esta promesa se diluyó cuando amplios territorios de población árabe fueron otorgados como "mandatos" de la Sociedad de las Naciones a Francia y el Reino Unido, que los asistirían hasta alcanzar su capacidad de gobernarse a sí mismos. En el ajetreado período de entreguerras, en las monarquías hachemitas de Irak y Transjordania -tuteladas por Gran Bretaña- como en Siria -bajo mandato francés- se sintió la influencia germánica para unificarse, con un fuerte contenido antisemita y contrario a las democracias occidentales. Este sentimiento panarabista -que ponía énfasis en la lengua y cultura árabes como elementos centrales, no en la religión-, se vio fortalecido y expresado políticamente después de la segunda guerra mundial, con la retirada de británicos y franceses de Medio Oriente. Fue Nasser quien supo encarnar al panarabismo secular, de apariencia "republicana" y socialista; en tanto que Arabia Saudí se presentaba como la expresión de lo árabe con acento en la religión islámica, la monarquía absoluta tradicional y en alianza con los Estados Unidos. Nació, así, la "guerra fría árabe" entre Egipto y Arabia Saudí, que tuvo escenarios de enfrentamiento indirecto como Yemen. Esta "guerra fría árabe" se diluyó cuando Anwar al Sadat trabó alianza con los Estados Unidos y dejó a un lado las pretensiones de liderazgo del mundo árabe, al ser el primero en reconocer diplomáticamente al Estado de Israel.
Contemporáneamente, el eje del conflicto se trasladó al plano religioso. Ya no con Egipto en torno a la unificación de los pueblos árabes, sino de Arabia Saudí con Irán en torno al panislamismo. La dinámica se hizo más explosiva, ya que la República Islámica de Irán es un régimen de apariencia republicana y de inspiración teocrática, pero de la corriente minoritaria del Islam, la Shía duodecimana. La monarquía saudí se siguió presentando como el gran centro islámico de los sunnitas, en tanto que Irán de los shiítas. La singularidad de la monarquía de la familia Saud es que en su territorio se encuentran dos centros históricos para la historia islámica, a saber: Makka (La Meca) y Madina (Medina), y a la primera de estas ciudades es que los musulmanes deben peregrinar por lo menos una vez en la vida. La revolución islámica iraní, que depuso a la monarquía del Sha Mohammed Reza Pahlevi, comenzó a poner en cuestión a este tipo de regímenes, ya que señalan que no es de carácter musulmán. Comenzó, de este modo, la "guerra fría del Golfo Pérsico".
Claramente hay una diferencia abismal entre el modo de vida occidental de Estados Unidos, de imperio de la ley y libertad individual, con respecto al de Arabia Saudí. El régimen de los Saud tampoco ha reconocido al Estado de Israel; no obstante, los tres países tienen un enemigo en común, que es Irán. De allí que, más allá de toda la retórica antisionista de Arabia Saudí, este país nunca participó de las coaliciones militares contra Israel. Hay una alianza tácita, unidos por el espanto, frente a Irán, que sostiene a Hizballah en Siria y actualmente a los rebeldes Huthi en Yemen en su guerra contra el gobierno, aliado a Arabia Saudí.
No se trata, pues, sólo de desear la paz, sino de mantener un equilibrio delicado para evitar conflictos.
Medio Oriente, con su intrincada complejidad, escapa a todos los moldes que pretendan encuadrarlo en bloques nítidos. Esto lo aprendieron a la fuerza todos los poderes extraterritoriales que allí se adentraron, con mayor o menor fortuna. También lo aprendió la diplomacia estadounidense tras la segunda guerra mundial, y es preciso que la nueva administración no busque reducir a simplismos un escenario tan explosivo y con tantos matices sutiles, a fin de evitar males mayores de alcances planetarios.
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