Este año se celebrarán elecciones para la renovación del Parlamento Europeo, comicios que en general sirven para medir el buen o malhumor de los ciudadanos. Con sede en Estrasburgo, ciudad simbólica por haber sido codiciada y ocupada por alemanes y franceses durante siglos, el termómetro de las urnas puede marcar el crecimiento en bancas de los partidos euroescépticos, un mote que pretende darle un aire de cierta respetabilidad a líderes políticos que flamean banderas contrarias a la inmigración, la integración del continente europeo y la aceptación de minorías religiosas. No son los fascistas de los años treinta, porque no tienen falanges paramilitares y no hablan en contra de la democracia y el Estado de Derecho, pero se alimentan de la frustración y la incertidumbre de muchos ciudadanos frente a la creciente globalización. Marine Le Pen en Francia ha sabido darle un nuevo aire al Frente Nacional, el partido que heredó de su padre Jean Marie Le Pen; Geert Wilders en Holanda se ha hecho famoso por sus invectivas contra el Islam, una religión poco conocida por los occidentales; el UKIP de Nigel Farage atiza contra los inmigrantes y por la salida de la Unión Europea. Ya en retirada, el ex presidente Václav Klaus tiene un fuerte discurso xenófobo contra los alemanes dentro de la República Checa.
No son los organismos burocráticos de la Unión Europea lo que realmente les preocupa, sino cerrarse en sus estrechas fronteras para impedir el arribo de inmigrantes y rechazar la moneda común en nombre de la "soberanía nacional". Cultivan el miedo al desempleo, el horror a quienes hablan diferente o viven con otras costumbres, el desprecio a quienes rezan de otro modo. Tal es el peso que tienen estos partidos nacionalistas que están provocando medidas y actitudes en los gobiernos para evitar el crecimiento electoral de estas figuras: David Cameron quiere extender por más tiempo la barrera al ingreso eventual de rumanos y búlgaros al Reino Unido; Manuel Valls, ministro del Interior de Francia, se ha ganado varios puntos de popularidad por su campaña contra los gitanos procedentes de Europa Oriental. Incluso la CSU de Baviera, socia de coalición de Angela Merkel, se ha sumado a esta retórica contra los inmigrantes del Oriente europeo.
El proyecto de la Unión Europea supone la libre movilidad de las personas, los bienes y los capitales en un continente integrado por los principios comunes del Estado de Derecho, la democracia y la economía de mercado, tal como lo establecen sus tratados y, con claridad, particularmente los Criterios de adhesión de Copenhague de 1993. Es a este corazón al que apuntan los euroescépticos.
No son los organismos burocráticos de la Unión Europea lo que realmente les preocupa, sino cerrarse en sus estrechas fronteras para impedir el arribo de inmigrantes y rechazar la moneda común en nombre de la "soberanía nacional". Cultivan el miedo al desempleo, el horror a quienes hablan diferente o viven con otras costumbres, el desprecio a quienes rezan de otro modo. Tal es el peso que tienen estos partidos nacionalistas que están provocando medidas y actitudes en los gobiernos para evitar el crecimiento electoral de estas figuras: David Cameron quiere extender por más tiempo la barrera al ingreso eventual de rumanos y búlgaros al Reino Unido; Manuel Valls, ministro del Interior de Francia, se ha ganado varios puntos de popularidad por su campaña contra los gitanos procedentes de Europa Oriental. Incluso la CSU de Baviera, socia de coalición de Angela Merkel, se ha sumado a esta retórica contra los inmigrantes del Oriente europeo.
El proyecto de la Unión Europea supone la libre movilidad de las personas, los bienes y los capitales en un continente integrado por los principios comunes del Estado de Derecho, la democracia y la economía de mercado, tal como lo establecen sus tratados y, con claridad, particularmente los Criterios de adhesión de Copenhague de 1993. Es a este corazón al que apuntan los euroescépticos.
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