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Derrotas de Vladímir Putin


Por Ricardo López Göttig

Vladímir Vladimirovich Putin se embarcó en una guerra contra Ucrania en la que le resultó fácil ingresar, el 24 de febrero de 2022, pero de la que no sabe cómo salir. Lo que a principios del 2022 anunció como una "operación militar especial", sin denominarlo "guerra", ni mucho menos "invasión", terminó siendo un gigantesco fiasco político, una catástrofe humanitaria y un desastre bélico. Bajo el pretexto de "desnazificar" Ucrania -en donde sí hay algunos grupos marginales que se referencian como neonazis, hecho que lamentablemente se replica en muchísimos países de Europa, incluyendo a la propia Rusia-, dio paso a un segundo capítulo en su enfrentamiento para cercenar al vecino país, ya que el primero fue cuando anexó Crimea en 2014, y respaldó a las dos regiones secesionistas de Luhansk y Donetsk.

Han quedado en la memoria aquellas imágenes de la columna de sesenta kilómetros de vehículos militares rusos avanzando sobre Kiev, la capital de Ucrania, a la que le siguió la retirada y repliegue sobre el este y el sur del invadido país. Las fallas logísticas, el mal entrenamiento y la desmoralización del ejército ruso son evidencias de la corrupción sistémica de un régimen heredero de la vieja nomenklatura soviética, también degradada por el latrocinio, el cohecho y el enriquecimiento de sus funcionarios durante decenios. Este mal, que recorre y persiste en varios países que se independizaron de la antigua Unión Soviética, se exhibe en sus resultados en el mal desempeño de un ejército que se presumía invencible. A esto le siguió la contraofensiva ucraniana en Jarkiv, gracias al material bélico provisto por el bloque occidental, pero también por el entrenamiento que sus oficiales, suboficiales y soldados están recibiendo en el Reino Unido, Rumania y la República Federal Alemana, por parte de la OTAN. La alianza atlántica, lejos de haberse derrumbado, se ha fortalecido con el ingreso inesperado de Suecia y Finlandia, transformando al mar Báltico y al océano Ártico en zonas más vulnerables para Rusia, en donde ya no hay actores neutrales. Estos dos países nórdicos fueron amenazados, sin ningún tipo de prurito, de que serían sancionados por el gobierno de Rusia por esto. Nada ha pasado.

Vladímir Putin, como tantos otros autócratas en el siglo XX, supone que la población de los países democráticos es débil, corrupta, voluptuosa y entregada frenéticamente al vicio. Como si las dos guerras mundiales y la guerra fría no fuesen suficiente prueba de lo contrario, frente a situaciones límite. Es por ello que presiona con el cierre del abastecimiento energético -insólitamente, dando tiempo a la Unión Europea para prepararse y hallar nuevos proveedores para el invierno 2022-2023-, a la vez que blandiendo en muy reiteradas oportunidades la amenaza nuclear. Esta permanente necesidad de Putin de formular este tipo de comentarios, como un bully, pero sin concreciones y perdiendo terreno, no hacen más que ridiculizarlo ante la opinión pública internacional, los líderes de otras naciones, y ante su propio pueblo. Las críticas dentro de la propia Rusia, de aquellos que quieren profundizar la guerra -los que quieren detener la invasión han sido censurados y detenidos- se están elevando. El desconcierto en el propio régimen por sus propias falencias, acostumbrado al fait accompli con el uso de la fuerza brutal en los asuntos internos, se está propagando. Mi sospecha personal es que la ausencia de Vladímir Putin en la conferencia del G-20 de esta semana en Bali, Indonesia, se debe a que teme que, en su ausencia, se le haga un golpe de Estado. Una conjetura. A Mijail Gorbachov, el 19 de agosto de 1991, el ala stalinista le quiso hacer un golpe de Estado mientras vacacionaba en Crimea, pero falló, descalabrando lo que quedaba de la URSS.

La huida de un cuarto de millón de hombres rusos ante la posibilidad de que fueran reclutados, en una leva desordenada y que afecta a quienes viven en las regiones más remotas del país, o que incorpora a presos, es otra mácula que pone en evidencia el fracaso de la invasión. Cualquier fuerza armada requiere disciplina, valor, motivación, una cadena de mandos basada en la lealtad y el respeto al criterio y las órdenes de los superiores: poco y nada de esto se puede esperar de un ejército rejuntado a las apuradas, mal entrenado, hambriento y que tiene unidades que cometen crímenes aberrantes, como la masacre de Bucha. De acuerdo al derecho internacional y las sentencias de los tribunales penales internacionales, las violaciones son crímenes de guerra, tal como quedó claramente establecido a partir de Arusha. El Estatuto de Roma claramente determina el grado de responsabilidad individual, sin poder escudarse en las decisiones de los superiores. En algunas cuestiones éticas y jurídicas elementales, la humanidad ha dado pasos positivos, aun cuando sigan existiendo arbitrariedades, crímenes y violencias aberrantes, pero que ya no necesariamente quedarán impunes. Si bien ni Rusia ni Ucrania son signatarios del Estatuto de Roma, este instrumento jurídico internacional tiene un peso creciente a nivel planetario, al igual que otros tratados sobre derechos humanos, y se hará sentir cuando los criminales de guerra sean sentados en el banquillo de los acusados. Sí es inmediatamente de aplicación para la caracterización de esta guerra como genocidio, a la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, del cual Rusia y Ucrania son signatarias, ya que fue el régimen de la URSS en 1948 quien lo rubricó, en particular en su Art. II inc. e, referente al traslado por fuerza de niños del grupo a otro grupo.

Más allá del claro desprecio que existe en el régimen imperante en el Kremlin en la era Putin por los instrumentos jurídicos internacionales porque esta autocracia reposa en el uso de la fuerza y en que Rusia es miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU, lo cierto es que ante la opinión pública estas cuestiones fundamentales tienen un peso enorme en la consideración y el prestigio de una nación, y Putin lo sabe. De otro modo, no hubiese gastado fortunas en soft power y en sostener campañas electorales en las democracias liberales -de un modo oblicuo-, así como no habría creado y usado medios de comunicación que le son favorables, como Rusia Today.

La amenaza que con tanta anticipación hizo del cierre de los gasoductos hacia Europa, lo que permitió a los países miembros de la UE buscar fuentes alternativas de provisión de energía como Noruega, Países Bajos, Estados Unidos y Argelia, fue de una torpeza que sólo puede explicarse por el desdén que tiene por los ciudadanos del viejo continente, a los que considera débiles y cobardes, tal como ha ocurrido con otros tiranos en el pretérito cercano. 

El frente interno de Putin dista de ser monolítico y se advierten fisuras, sobre todo de quienes quieren terminar rápidamente con la guerra y en modo fulminante. Allí vemos a los llamados milbloggers, partidarios de la guerra y que cuestionan al Ministerio de Defensa ruso y a sus líderes militares en el terreno, al líder checheno Ramzam Kadírov y a Yevgeny Prigozhin, del Grupo Wagner. Esta fuerza mercenaria ya era conocida por sus acciones bélicas en otros escenarios, como Siria, Libia y -más recientemente- Mali y República Centroafricana. Para intervenir en Ucrania, y de acuerdo a fuentes ucranianas y occidentales, el Grupo Wagner habría reclutado y enviado al frente de guerra a unos 40.000 convictos, a los que se sumarían unos diez mil contratados. El Institute for the Study of War (ISW), en su informe con fecha del 22 de enero de 2023, sostiene que no sólo Prigozhin y su Grupo Wagner no han logrado la toma de Bajmut, sino que además están siendo observados con creciente desconfianza por parte de Vladímir Putin, ya que el empresario de la fuerza mercenaria tendría una agenda política bastante ambiciosa. 

La alianza atlántica tampoco es monolítica y tampoco se espera que lo sea, ya que está compuesta por democracias liberales, y están bajo el escrutinio de la ciudadanía y de los medios de comunicación. Eso puede proyectar una imagen de debilidad en la comparación con los regímenes autoritarios, que se preservan con la supresión de toda expresión alternativa, independiente, opositora o disidente; pero en rigor es la fortaleza propia de los sistemas pluralistas al alentar el disenso. En este sentido, son conocidas las reticencias del canciller alemán Olaf Scholz de autorizar el envío de los tanques Leopard, de fabricación germana, por parte del gobierno polaco hacia Ucrania. Sin embargo, en la coalición gubernamental "semáforo" de la República Federal Alemana, la ministra de Relaciones Exteriores Annalena Baerbock (Verdes) se ha manifestado claramente a favor de este permiso, en otro giro respecto a lo que ha sido tradicionalmente la postura pacifista y ecologista de esa formación política. Mientras el canciller Scholz se envuelve en esta duda, el primer ministro británico anunciaba el envío de catorce tanques Challenger 2 desde el Reino Unido hacia Ucrania, lo que supone un nuevo paso en el desenvolvimiento de la guerra. El primer ministro polaco Mateusz Morawiecki afirmó que está dispuesto a enviar los tanques Leopard a Ucrania incluso sin el visto bueno alemán, como parte de una coalición de países aliados. Esto coloca en una situación compleja para Scholz, difícil ya de evadir, puesto que hay ucranianos que están recibiendo el entrenamiento para el manejo de estos tanques. Mientras escribo estas líneas, aún no ha habido confirmación oficial de que el gobierno alemán autorizará el envío de los tanques Leopard 2 a Ucrania, y sin embargo ya hay varios gobiernos europeos expresaron que sí lo harán. Los medios de prensa ya toman como un hecho la confirmación de Scholz, y que lo hará durante una comparecencia hoy ante el Bundestag.

El invierno no ha detenido la guerra, aunque sí ha contenido algunos despliegues en tierra. Las amenazas de carestía energética han quedado para el olvido -y la burla-, ya que la Unión Europea ha conseguido otros proveedores. Desde el Kremlin reiterarán las amenazas de destrucción total, incluyendo el uso de armas atómicas, aunque estas palabras ya estarían dejando de amedrentar. El arma más poderosa en toda guerra es la fortaleza moral: la tienen los ucranianos, hace tiempo que la están perdiendo los rusos, y la están adquiriendo los aliados occidentales.


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